En El pasado, el cineasta Asghar Farhadi simboliza el silencio, la incomunicación que no supera el amor, con esta secuencia: un hombre encuentra a la mujer amada en un aeropuerto. Él saluda a través del vidrio. Ella no escucha nada. Con el mismo arte en el uso del lenguaje fílmico, Diego del Río incursiona en el cine con su ópera prima, Todo el silencio (disponible en Prime Video).
Resulta anecdótico que la historia gire en torno al amor de Miriam, una mujer que escucha, pero que se está quedando sorda (la interpreta Adriana Llabrés) y que su amante, Lola, (interpretada por Ludwika Paleta) ya sea sorda, pero que a causa de sus padres crea que puede llevar una existencia “normal” hablando y leyendo los labios.
El amor termina por ser un duelo cósmico en esta película, pues discurre en torno al dolor de morir al sonido. Por otra parte, se sabe que los jóvenes directores, cuando sueltan con desparpajo que admiran a Chejov, producen cierta desconfianza. El triunfo de Del Río en Todo el silencio se debe al guión impecable de Lucía Carreras, pero como queda establecido en películas como las de Farhadi o la más reciente Drive my car, del japonés Ryusuke Hamaguchi, la admiración por Chejov trasciende el cliché y se consolida en una profunda introspección en torno a lo que no puede ser dicho, en la imposibilidad existencial de aprehender la vivencia del amado.
Dejemos de pensar que Diego del Río es un director teatral que durante la pandemia del 2019 tuvo que lanzarse a filmar al modo de aquellos directores de orquesta que utilizaron salas tan icónicas como el Concertgebouw para hacer música sin público. Grabándola, eso sí. A partir de su experiencia filmando el monólogo Coordenadas sutiles en el majestuoso Teatro de la Ciudad de México (y que, por desgracia, ahora ya no puede verse en el streaming para el que fue concebido), Diego del Río tuvo que lanzarse al vacío y filmar. Pero en él, el paso ha resultado tan natural que no es exagerado decir que estamos ante la presencia de un autor mexicano que, por obligación, llegó muy pronto a la altura de artistas como Farhadi o Hamaguchi. Porque habiendo abandonado por completo la noción de teatro filmado, en Todo el silencio, del Río consigue secuencias asombrosas. En una de ellas, Lola, amante de la protagonista (Ludwika Paleta) le reclama a Miriam (Adriana Llabrés) el hecho de que resulte incómodo que los sordos no se atrevan a ser “normales” y hablar y leer los labios. Para Miriam, aprehender el lenguaje de señas mexicano es una suerte de claudicación ante algo que ella considera una enfermedad. Y aquí está otra vez el conflicto. Ellas se aman apasionadamente, pero sus ideas con respecto al deber frente a “la normalidad” políticamente reinante las está separando, y Del Río consigue, en efecto, un final tan contundente y al mismo tiempo tan pasmoso como el de La Gaviota.
Si Dorn, en la obra rusa concluye diciendo ¡Llévese de aquí a Irina Nikolaevna! ¡Konstantin Gavrilich se ha pegado un tiro!, la frase final de Miriam es igualmente contundente y, sólo en apariencia, anticlimática. La historia no tiene nada que ver, pero aquí está el espíritu de lo que significa todo el silencio de Miriam. Un silencio que la avergüenza y la llena de un duelo que tal vez se resuelva con esa frase. O tal vez no. En esta ambigüedad estriba la maestría del guión y la puesta en escena de un director que incursiona en el cine con la decisión de un maestro que esperamos que se vuelva la próxima luminaria del cine nacional.
**Con Información de Milenio
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