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Gobernar en tiempos de la desconfianza

  • Redacción.
  • hace 4 días
  • 3 Min. de lectura
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Las administraciones federales en México, sin importar su signo político, suelen atravesar momentos de tensión y desgaste derivados de expectativas elevadas, oposiciones fragmentadas pero vocales, decisiones controvertidas y la amplificación mediática que caracteriza a la era digital.


En este contexto, el gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum no es la excepción: enfrenta un clima político en el que diversas voces —académicas, periodísticas, empresariales y ciudadanas— manifiestan malestar, desconfianza o inconformidades respecto a ciertas decisiones y estilos de comunicación gubernamental.


Aunque no necesariamente se trata de una “crisis” institucional en sentido estricto, sí puede hablarse de una crisis de percepción y de un incremento en la conflictividad discursiva, clima que suele volverse fértil para la polarización.


Desde hace décadas, los estudiosos de la democracia mexicana señalan que el poder presidencial tiende a concentrar no solo facultades formales, sino también proyecciones simbólicas que hacen que cualquier tropiezo, desacuerdo o controversia escale rápidamente al nivel de “crisis”.


El politólogo Guillermo O’Donnell, aunque analizando el contexto latinoamericano en general, advertía que la legitimidad en las democracias presidenciales es frágil porque “la ciudadanía demanda simultáneamente eficacia y plena inclusión democrática”, dos exigencias que con frecuencia chocan entre sí. Sheinbaum enfrenta precisamente ese dilema: expectativas históricas de transformación social junto con exigencias de resultados inmediatos en seguridad, economía, infraestructura y gobernanza.


Por su parte, Octavio Paz, en El ogro filantrópico, describía el peso histórico del Estado mexicano como una figura simultáneamente protectora y sofocante: una institución que, cuando responde con dureza a la crítica, “se vuelve susceptible de confundir la estabilidad con obediencia”. Aunque Paz hablaba del sistema priista del siglo XX, su observación sigue siendo pertinente para cualquier gobierno actual tentado a interpretar la disidencia como agresión.


En el centro del malestar actual se encuentra la percepción —compartida por diversos analistas— de que la descalificación de voces críticas desde espacios oficiales alimenta un ambiente de confrontación. La politóloga mexicana Denise Dresser ha insistido en que cuando un gobierno responde a la crítica independientemente de su validez con etiquetas como “adversarios”, “intereses creados” o “campañas”, se erosiona el diálogo democrático y se envía a la sociedad el mensaje de que disentir equivale a atacar.


La estrategia de polarización puede ser útil para consolidar bases políticas, pero a largo plazo tiende a desgastar la legitimidad, disminuir la confianza institucional e impedir la cooperación con sectores técnicos y sociales que podrían contribuir a soluciones de fondo.


Con base en la experiencia comparada de gobiernos progresistas y de estudios sobre gobernanza democrática, se pueden delinear varias recomendaciones a la Presidenta Sheimbaun que podrían ayudar a apaciguar tensiones, desactivar el malestar social y reconstruir puentes.


1. Institucionalizar el diálogo plural: Crear espacios regulares, transparentes y formales para que organizaciones civiles, académicos, expertos sectoriales y oposiciones políticas expongan diagnósticos y propuestas sin ser descalificados. El politólogo Norberto Bobbio subrayaba que la democracia madura exige “el reconocimiento del adversario como interlocutor legítimo”.


2. Modificar el tono comunicativo del Ejecutivo: En lugar de responder con ironía, desdén o acusaciones amplias, optar por una comunicación basada en evidencia, explicaciones técnicas y reconocimiento de la complejidad de los problemas. Esto reduce la percepción de soberbia y aumenta la confianza pública.


3. Incluir mecanismos de autocorrección: Demostrar públicamente disposición a corregir políticas, modificar decisiones o ajustar programas cuando existan fallas documentadas. La autocrítica institucional es signo de fortaleza, no de debilidad.


4. Reducir la personalización de los conflictos: Evitar centrar el debate en “lealtades a la figura presidencial” y orientarlo hacia políticas públicas y resultados medibles. La personalización exacerba emociones; la tecnificación ayuda a despolarizar.


En conclusión la presidenta Claudia Sheinbaum tiene ante sí un reto tan antiguo como renovado: gobernar una sociedad plural, desconfiada y altamente politizada sin caer en la lógica del enemigo interno. La descalificación constante de críticos puede generar una cohesión momentánea entre simpatizantes, pero mina la capacidad de gobernar a largo plazo.


Al retomar la tradición del diálogo republicano, apostar por la transparencia, reconocer la complejidad de los problemas y abandonar las dinámicas de confrontación, la Presidencia no solo podría disminuir la tensión política, sino fortalecer su legitimidad democrática y abrir un horizonte de gobernabilidad más estable.


* El autor es abogado, escritor y analista político

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